"A mi edad, esto es una terapia"
Pedro Santos Luna (69) Trabaja hasta los feriados en su segundo hogar; las calles de Buenos Aires.
...Para alivio de muchos, este afilador no tiene como recurso tocar los timbres de los departamentos. En otras calles, el ruido al unísono de timbres y anuncios, irrita a los propietarios e inquilinos que ni siquiera le responden por el portero “no, gracias”.
Hace cuarenta años que Pedro es afilador. Comenzó a trabajar como albañil, pintor y botellero. “Un amigo muy querido mío que falleció, un día me dijo: vos conseguite una bicicleta que yo te enseño”, recuerda, para después agregar: “Desde entonces, este es mi modo de vida”.
Pedro vive en Florencio Varela con su señora y dos de sus hijos. Por las mañanas, este hombre humilde y cordial, llega a Capital con la bicicleta a cuestas en un micro para empezar con su tarea. “Antes se ganaba bien afilando, ahora sólo me sirve para sobrevivir”, comenta.
Ayer y hoy, dos tiempos que se mezclan
Es inevitable preguntarse como lo habrán recibido los vecinos en otras épocas. Quizás los hombres lo esperaban en las veredas, ansiosos por afilar aquellas herramientas que les permitían trabajar o realizar las actividades cotidianas.
Hoy, el afilador tiene en el rostro un gesto melancólico. Nostalgia en un mundo de plástico, donde todo es descartable y los productos se compran con sistemas de abre fácil que no requieren ningún esfuerzo. “Tengo algo de trabajo con algunas rotiserías o locales de arreglo de ropa, sobre todo cuchillos y tijeras”, afirma.
El precio que hay que pagar por sus servicios, parece uno de los tantos enigmas que esconde la ciudad. Pedro devela el misterio. Afilar unas tijeras cuesta, en esta Argentina devaluada, entre dos y cinco pesos.
El trabajo en la calle, todos los días
El afilador relata con orgullo sus pequeños tesoros: “De a poco, con este oficio pude comprar un lote donde hice la casita en que vivimos y un auto chico con el que los fines de semana hago de remis”.
Sin embargo, hay momentos en que se replantea su trabajo en la calle, el mismo que le dió su identidad. “A mi nunca me gustó depender de un patrón, pero a veces pienso que hice mal, por ejemplo ahora tendría una jubilación”.
De jóvenes y viejos
¿Los mayores dejaron de trasmitir el conocimiento y amor por el oficio o fueron los jóvenes quienes se desentendieron primero? Aunque sería muy difícil establecerlo, Pedro se inclina por lo segundo. “Los jóvenes no valoran este oficio, no les interesa”, sentencia. Incluso tiene sus dudas respecto de “algunos nuevos que dicen ser afiladores y cobrar menos, pero que en realidad les mienten a los vecinos”.
El ritual
Ver al afilador en plena tarea es casi un privilegio. Enciende el motor y la piedra empieza a girar mientras que él, con un gesto que solo los afiladores comparten, acerca un cuchillo al esmeril.
“Con los años que tengo, para mi esto es una terapia. A veces, cuando salgo pienso que la plata no me alcanza. Pero empiezo a caminar y a tocar la armónica y me olvido de todo”, concluye.
Será que las chispas de la piedra le recuerdan, al menos por unos instantes, que todavía su saber es necesario en ese ritual que devuelve a los objetos algo que habían perdido.
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